Te elegí como se eligen los
libros en una biblioteca: a conciencia sabiendo que lo que me aportarías sería
más que lo que me restarías.
No soy de escribir cartas, ni
siquiera soy de escribir. Nunca pensé que tanta palabrería podría salvarme de
tanto en un momento como este. Un momento en el que los actos se quedan cortos
aunque parezca mentira y el decírtelo a la cara resulta demasiado violento.
Tampoco soy de despedidas, creo
firmemente en la necesidad de no despedirse nunca, de nunca decir adiós,
simplemente un hasta luego. Pero tengo que decirte que esta carta me tira por
tierra todo lo anterior. Necesito decirte adiós, necesito decirte que has
finalizado un capítulo de mi vida y que, además, lo has hecho como tú has
querido.
Te elegí porque al mirarte supe
que podrías equilibrar lo que me faltaba. Te elegí porque sentí la necesidad de
estar contigo en los momentos en los que antes no pensaba en nadie. Te elegí
porque ver tu nombre en mi teléfono me hacía sonreír. Te elegí por eso y por
mucho más.
No suelo adelantarme a los
acontecimientos, la edad me ha hecho pensar que la felicidad es como los
momentos de placer, como el orgasmo. Pequeñas píldoras, sublimes en el tiempo
que marcan una situación normal de la vida cotidiana. Pasear contigo en coche,
en verano por Madrid con las ventanillas bajadas en silencio es felicidad.
Cuando el tráfico parece haber desaparecido para que nosotros bailemos con el
asfalto, cuando la música envuelve el silencio que nosotros decidimos mantener.
Eso es felicidad. Y ya ves, dura lo que dura. Dura lo que dura el trayecto, las
tres calles que queremos recorrer.
Ya no me necesitas de copiloto y
yo he decidido rechazar cualquier chófer que decida conducir a donde le de la
gana. Y todo porque somos libres. Mutuamente nos hemos equilibrado unas
balanzas que ahora nos darán la fuerza y sabiduría necesaria como para saber a
quién elegir de acompañante en el próximo viaje.
Y ahora que pienso en todos los momentos en los
que estábamos juntos y el silencio era el protagonista. Pienso en las
veces que puse las manos en el volante y miraba por la ventana de mi
izquierda mientras tú estabas a mi lado. Qué tonta fui, lo que daría
ahora por que te subieras en mi coche, por darte un viaje cortito, de
esos que piensas que no necesitan cinturón… y qué tonta fui por ser
consciente de que eras toda mi vida y no habértelo dicho en cada
momento.
Y ahora que se acaba la vida tengo que decirte que eso que hacías y que
tanto me molestaba en realidad no era para tanto. Que mi vida sin ti
perdió todo el sentido y que a mi me gustaban las puestas de sol porque
tú me agarrabas de la cintura.
Daría lo que fuera por pasar una tarde
contigo. Aunque actuásemos como siempre, sin hablar, sin decir nada
interesante. Solo por sentarme en la silla de al lado.
Ahora no hago más que pasear sola, leer libros como el alcohólico bebe whisky
y pensar en todos los planes que dejamos a medias y que en su día,
cuando yo te los contaba en bajito como el niño pequeño susurra a su
madre en público, parecían una realidad cercana, un plan inmediato que
llevar a cabo cuando nos diera la gana.
A pesar de todo, de lo bueno, de
lo malo, de la felicidad y la incompatibilidad te quiero. Te
quiero como se quiere lo que nunca se ha tenido: soñando.